sábado, 6 de julio de 2013

Desafinado

Y de repente casi lloro por la conmoción del impacto. Fue un aterrizaje forzoso y mi cerebro justo había desactivado el piloto automático y la frialdad urbana en la que estamos inmersos todo el tiempo no estaba presente en ese momento.
La idea impactó con violencia en mi mente cuando mi cuerpo decía que estábamos en un banco de la plaza San Martín. Un viejito se me acercó a pedirme una miga del sánguche que me tocó morfar en la vida, y que capaz a él le vino con poco o nada de fiambre. El hambre y la bondad se le caían de los ojos, con unos ojos que me miraban desde lo lejano del dolor, de la experiencia, del frío, de la calle. Una mirada de ojos claros que conocían lo oscuro. No levanté la cabeza de mi cuaderno al principio, dado que el piloto automático todavía estaba en funcionamiento y por experiencia lo mejor que se puede hacer es mostrar primero que uno está ocupado, concentrado. Cuando esa mirada se encontró con la mía, y el tipo sonrió, el piloto del frío urbano que timoneaba mi defensa se distrajo. Ese fue el comienzo. Sonriendo, aunque le faltaban más motivos que dientes, me pidió esa miguita, una moneda, algo que a mí me pareciera justo dejar ir. Con el envión del frío, estuve amarrete: no pensé en la billetera, qué verguenza me dio después. Y saqué una moneda de $1, un mísero y olvidado e insignificante y desvalorizado y solitario y hambriento peso, que se entendía igual de perdido que el viejo. Yo todavía lejos de entender la circunstancia, todavía creyendo que estaba regalándole plata. Algo se despertó a medias, y le pedí disculpas por sólo darle $1. El tipo lo agarra sonriendo con una mano que defendía la conquista de otras monedas, y me dice
- "Está bien, todo suma, de a poquito voy juntando, viste, je".
Y me sonrió con un agradecimiento que no merecí en lo más mínimo. Sonriendo se fue a perseguir la cena, o el almuerzo atrasado, o un vinito paliativo o apaleador, unas alpargatas, alguna miguita más. Lo vi cuando se iba por las escaleras, bajando de a un escalón a la vez, porque no podía emprender la caída controlada en la que nos embarcamos todos los que tenemos las rodillas sanas, los que no vivimos en caída libre en el patio descuidado del margen de la hoja. Y cada paso que daba, cada escalón donde tenía que apoyar un pie y después el otro, coincidía exactamente con una nota de la canción que escuchaba por mis auriculares, que también me protegían del frío que le calaba los huesos pero no le dormía la sonrisa, auriculares que cubrían mis orejas pero no me abrigaban del frío más atroz, el que acababa de descubrir desarticulado pero vigente en mi interior. El tipo bajaba y a cada paso, con exactitud atómica, un rasgueo, una nota, una cuerda de Three Little Brids.
"No te preocupes por nada, cada pequeña cosa va a estar bien".
Y el resto de la letra, tan de acuerdo con esa sonrisa como sus pasos lo estaban con la música. Me di cuenta que este señor estaba en armonía con este tema. Y que tan afinado estaba,  que por $1 me enseñó una lección, la de estar afinado aunque te toque tocar en un teatro vacío, perdido y solitario. Estar afinado aunque el ruido distraiga. Estar afinado, uno mismo fielmente afinado, porque seré mi único patrón cuando los instrumentos estén desajustados. Yo afinado, porque no importan los instrumentos que te toquen, importa la música que hacemos.
¿Qué tema estoy tocando yo?